Aunque no soy músico, quiero hablar acerca de la
música. Más de una vez he escrito sobre música y me agrada insistir sobre ese
tema.
¿Con qué derecho? Con el mismo que podrían aducir los
bebedores de vino para discurrir sobre vinos, aun cuando ignoren los misterios
de los azúcares y de la fermentación. Yo soy un bebedor de música, un
inveterado alcoholista filarmónico que saborea, sorbe e ingiere música, con
avidez, desde hace cincuenta años por lo menos. Soy, en verdad, un enamorado o
un sediento de música y, como todos los enamorados, siempre dispuesto a
explayarme sobre las bellezas, las virtudes y los encantos de la amada.
En otros tiempos, les era
lícito y dado a los "amateurs" hablar de música: recuérdese,
por no citar a otros, a "Beyle, milanés" o a Baudelaire. Pero
hoy en día, es decir, desde unas decenas de años, obra un hecho nuevo. Los
músicos "modernos" -no
diré todos, pero sí los que afirman ser pioneers,
heraldos, profetas, confesores, de un ars nova- no se
curan ya, como los buenos maestros antiguos, de brindar emociones y deleite a
los oyentes, sino que proclaman la voluntad de hacer música pura, sin
propósitos epicúreos o descriptivos, sin compromisos literarios y
sentimentales, una música ajena a la melodía y al discurrir al modo antiguo,
una música que sea música, autónoma, desinteresada, libre de toda intrusión y
superfetación, restituida a sí misma: juego, arabesco, construcción sonora, y
nada más. Una
música, en suma, para músicos. Y si los profanos no
comprenden, no siguen, no gozan, peor para ellos.
Vendría a ser, pues, como un
manjar exquisito que sólo los cocineros fueran capaces de gustar, como una
medicina que sólo los farmacéuticos pudieran absorber.
Muchos que yo conozco e
innumerables desconocidos para mí dan claras señales de que no les apetece la
nueva música. Hay quien, maliciosamente, asocia dodecafonía con cacofonía. Y se
refugia en la clásica música de cámara del siglo XVIII o se consuela con los
poderosos melodramas del siglo XIX. La música, piensan y dicen los tales, debe
decir algo sensible para el corazón del hombre, de todos los hombres. Debe
suscitar sentimientos, manifestar pasiones, enternecer hasta las lágrimas,
deleitar hasta la embriaguez. La música fue siempre inspiradora de amor: de
amor a Dios cuando es música sacra, de amor por la grandeza y por la gloria
cuando es música heroica, de amor de mujer cuando es música dramática. Hoy en
día, por lo contrario, casi todos los músicos reniegan del sentimiento, de la
pasión, del amor y de cuanto al amor se parezca: no tienen más amor que el de
sí mismos, que el de su propia técnica, que el de su propia fama. Son cerebros
sutiles que se dirigen a cerebros de iniciados. Pero si de ejercitar el cerebro
se trata, siguen diciendo los descontentos, no concurrimos a un concierto: nos
ponemos a meditar sobre la metafísica de Fichte o a
estudiar la geometría no euclidiana. La llamada música moderna traiciona la más
gloriosa y benéfica tradición de la música de todos los tiempos, y nosotros, de
esta música alquimista, cabalística y saturnina, nos desentendemos por
completo.
Debo manifestar antes que
todo, que a mí, personalmente, la tal música poco me agrada, o, más bien, nada
me gusta. Pero quiero, sin embargo, agregar que los disconformes no harían mal
si reflexionaran un poco antes de acudir a los silbidos o a los anatemas.
Deberían, en primer término,
tener presente que semejante fenómeno, el de la persecución de la independencia
y de la pureza, no sólo se advierte en la música, sino que se manifiesta
paralelamente en otras artes, sobre todo en la pintura y en la poesía. Cuando
aparece, en los órdenes artísticos, un cambio concordante y convergente, no
basta con el clamor escandalizado y con el juicio condenatorio. Ese movimiento
de transformación, por más ingrato que le resulte a la mayoría, debe, no
obstante, tener algunas causas y estas causas han de ser investigadas. No todos
los innovadores son charlatanes, ni todos los revolucionarios son réprobos
nefastos, y la causa; desdichadamente, existe, y no es sólo la ambición o el
capricho, o el cálculo de los músicos nuevos.
A comienzos del siglo XX, la refrescante y liberadora ventisca romántica
estaba agotada. La amplia y violenta tempestad se reducía, entonces, a
charquitos agitados por soplos de fuelles 0 de abanicos. Como ocurre siempre,
al empuje del ímpetu originario sucedíanle la degeneración y la decadencia, la
flaqueza de los epígonos y la hartura de los oyentes o lectores. El sentimiento
se convertía en sentimentalismo, la pasión se hinchaba en paroxismo, la
elocuencia de los afectos resbalaba en el énfasis retumbante, la alegría se
rebajaba en el descaro, la potencia evocativa se reducía al descriptivismo
didáctico, el discurso musical acababa en mecánicas y monótonas repeticiones de
esquemas.
Siempre los jóvenes artistas
admiraban o por lo menos respetaban a los gigantes del pasado, a los genuinos
clásicos y a los auténticos románticos, pero se comprende que, como todos los
jóvenes sintiéranse molestos o les diera náuseas un arte que, en determinadas
direcciones, ya había dado todo lo que podía dar, es decir, obras maestras, y
en lo sucesivo amenazaba con encallar en la retórica o en la reminiscencia. Los
sentimientos humanos no son infinitos en número, no obstante la riqueza de sus
variaciones y matices, y ya habían sido expresados en forma insuperable por los
maestros del pasado, desde el siglo XVI hasta fines del siglo XIX. Era menester
que la música, para sobrevivir, buscara y hallara nuevos caminos. Era
necesario, al parecer de los maestros recién llegados, que no fuera ya un mero
vehículo de voluptuosidades sensuales, de ensueños patéticos, de estribillos
que se pegan al oído, de deleites populares. Debía reencontrar su esencial
naturaleza de libre arquitectura de sonidos, recobrar la dignidad de arte pura,
de absoluta, independencia de los elementos pasionales y prácticos extraños a
su vocación metafísica.
La revolución que
presenciamos tiene, pues, como causa primaria la natural insatisfacción con los
modos antiguos, los cuales, tras haber dado obras maravillosas, engendraron
saciedad, fastidio, repugnancia, amenazando con corromperse o esterilizarse
entre las manos de los herederos no siempre legítimos de los viejos titanes.
Todo arte que quiera
renovarse, lo mismo que toda religión, tiene por fuerza que retornar a los
orígenes, es decir, a sus primeros elementos. Y el elemento primero de la
música, como el de cualquier arte, es su propio lenguaje. Los nuevos músicos,
por tanto, se propusieron reconstruir y enriquecer el lenguaje musical,
devolverle su virginidad al vocabulario, reformar la sintaxis, y en tal empresa
los hubo que se remontaron directamente hasta el alfabeto. Su tarea, fuera de
las desviaciones y deformaciones que acompañan a todo movimiento artístico,
consistió y consiste en el reencuentro o en la invención de nuevas escalas, de
nuevas consonancias y disonancias, en suma, de nuevos medios expresivos, más
refinados y complejos que los antiguos. Naturalmente en tal
trabajo de búsqueda no podía haber lugar para efusiones de sentimientos. Los
ejercicios de léxico y sintaxis no se prestan a los movimientos afectivos. Un
vocabulario contiene todas las palabras de los poemas, pero no puede consolar y
exaltar como un poema.
Estos nuevos maestros
tomaron sobre sí, por consiguiente, una ingrata, aunque quizás necesaria
fatiga: la de recrear y acrecer las posibilidades de un nuevo lenguaje musical.
Fatiga de la mente, no desahogo del corazón. Pudiera darse que exista en ellos
cierta pobreza de humanas pasiones, como en tantos otros artistas de nuestro
tiempo. Si las sintieran fuertemente hubieran hallado el modo de
expresadas con originalidad hasta con el viejo lenguaje.
Pero puede darse también que
sean mártires voluntarios en bien de una futura generación de creadores, a los
que les van preparando un idioma más exquisito y puro, más preciso y poderoso,
que permita un día traducir con mayor vigor y novedad los sentimientos eternos
del alma humana.
La presente disquisición mía
no pretende justificar la aridez de los compositores contemporáneos, sino
explicada con ánimo equitativo. La música, la música grande, no puede dejar a
un lado las humanas pasiones y especialmente el amor, que es su dominio, su
reino, su destino. Pero puede haber períodos en que las formas acostumbradas
dieron ya todos sus frutos más perfectos y se hace necesario buscar otras que
faciliten más abundante y triunfadora floración. Los
exploradores de este nuevo lenguaje se sacrifican, porque han de renunciar a
los efectos de la deleitación patética; y con ellos se sacrifican los oyentes
que no lograrán por cierto divertirse o conmoverse escuchando tales
ejercitaciones lingüísticas, o con semejante ascetismo intelectualista de total
aridez.
Nadie tiene culpa en este doble sacrificio, a no ser el natural fenómeno de
agostamiento y consunción de las formas, debido al abuso de lugares comunes por
los imitadores, que trae consigo el hastío, injusto, hasta de los gloriosos
modelos que imitaron. Así una alta ola de luz y de espuma que se admira mar
adentro acaba rota y desmayada en la playa, disgregándose en turbios arroyuelos
por la arena.
No les falta razón a los
descontentos al no mostrarse en modo alguno satisfechos con el caligrafismo
sonoro que nos aparejan los músicos modernísimos. Pero sería injusto condenar a
estos solícitos, aunque a veces demasiado orgullosos indagadores e inventores
de un lenguaje musical más rico y complejo, que puede llegar a ser mañana más
poderosamente expresivo.
Cierto es que no podemos,
por ahora, gustar de sus obras y gozar con ellas, si en conjunto dejan
asombrados o irritan a los profanos. Pero sí debemos admirar a sus autores,
recordando que también en materia de arte "al principio era
el verbo" y que este verbo, cuando llega a agotarse y macularse
debe retornar a sus fuentes, en el caso al diccionario de los sonidos. Y todo
ello, se entiende, con la esperanza y la fe de que en un tiempo futuro -quiera Dios
que no tarde- nazca el nuevo Bach o el
nuevo Beethoven, el
nuevo Bellini o el
nuevo Verdi que,
nutrido y provisto de la lengua más abundante y atrevida que ellos le forjaron,
pueda una vez más estremecer, conmover, exaltar los corazones de las
multitudes.