jueves, 17 de abril de 2014

GIOVANNI PAPINI: DISCURSO CLARO SOBRE LA MÚSICA OSCURA

Aunque no soy músico, quiero hablar acerca de la música. Más de una vez he escrito sobre música y me agrada insistir sobre ese tema.
¿Con qué derecho? Con el mismo que podrían aducir los bebedores de vino para discurrir sobre vinos, aun cuando ignoren los misterios de los azúcares y de la fermentación. Yo soy un bebedor de música, un inveterado alcoholista filarmónico que saborea, sorbe e ingiere música, con avidez, desde hace cincuenta años por lo menos. Soy, en verdad, un enamorado o un sediento de música y, como todos los enamorados, siempre dispuesto a explayarme sobre las bellezas, las virtudes y los encantos de la amada.

En otros tiempos, les era lícito y dado a los "amateurs" hablar de música: recuérdese, por no citar a otros, a "Beyle, milanés" o a Baudelaire. Pero hoy en día, es decir, desde unas decenas de años, obra un hecho nuevo. Los músicos "modernos" -no diré todos, pero sí los que afirman ser pioneers, heraldos, profetas, confesores, de un ars nova- no se curan ya, como los buenos maestros antiguos, de brindar emociones y deleite a los oyentes, sino que proclaman la voluntad de hacer música pura, sin propósitos epicúreos o descriptivos, sin compromisos literarios y sentimentales, una música ajena a la melodía y al discurrir al modo antiguo, una música que sea música, autónoma, desinteresada, libre de toda intrusión y superfetación, restituida a sí misma: juego, arabesco, construcción sonora, y nada más. Una música, en suma, para músicos. Y si los profanos no comprenden, no siguen, no gozan, peor para ellos.
Vendría a ser, pues, como un manjar exquisito que sólo los cocineros fueran capaces de gustar, como una medicina que sólo los farmacéuticos pudieran absorber.
Muchos que yo conozco e innumerables desconocidos para mí dan claras señales de que no les apetece la nueva música. Hay quien, maliciosamente, asocia dodecafonía con cacofonía. Y se refugia en la clásica música de cámara del siglo XVIII o se consuela con los poderosos melodramas del siglo XIX. La música, piensan y dicen los tales, debe decir algo sensible para el corazón del hombre, de todos los hombres. Debe suscitar sentimientos, manifestar pasiones, enternecer hasta las lágrimas, deleitar hasta la embriaguez. La música fue siempre inspiradora de amor: de amor a Dios cuando es música sacra, de amor por la grandeza y por la gloria cuando es música heroica, de amor de mujer cuando es música dramática. Hoy en día, por lo contrario, casi todos los músicos reniegan del sentimiento, de la pasión, del amor y de cuanto al amor se parezca: no tienen más amor que el de sí mismos, que el de su propia técnica, que el de su propia fama. Son cerebros sutiles que se dirigen a cerebros de iniciados. Pero si de ejercitar el cerebro se trata, siguen diciendo los descontentos, no concurrimos a un concierto: nos ponemos a meditar sobre la metafísica de Fichte o a estudiar la geometría no euclidiana. La llamada música moderna traiciona la más gloriosa y benéfica tradición de la música de todos los tiempos, y nosotros, de esta música alquimista, cabalística y saturnina, nos desentendemos por completo.
Debo manifestar antes que todo, que a mí, personalmente, la tal música poco me agrada, o, más bien, nada me gusta. Pero quiero, sin embargo, agregar que los disconformes no harían mal si reflexionaran un poco antes de acudir a los silbidos o a los anatemas.
Deberían, en primer término, tener presente que semejante fenómeno, el de la persecución de la independencia y de la pureza, no sólo se advierte en la música, sino que se manifiesta paralelamente en otras artes, sobre todo en la pintura y en la poesía. Cuando aparece, en los órdenes artísticos, un cambio concordante y convergente, no basta con el clamor escandalizado y con el juicio condenatorio. Ese movimiento de transformación, por más ingrato que le resulte a la mayoría, debe, no obstante, tener algunas causas y estas causas han de ser investigadas. No todos los innovadores son charlatanes, ni todos los revolucionarios son réprobos nefastos, y la causa; desdichadamente, existe, y no es sólo la ambición o el capricho, o el cálculo de los músicos nuevos.
A comienzos del siglo XX, la refrescante y liberadora ventisca romántica estaba agotada. La amplia y violenta tempestad se reducía, entonces, a charquitos agitados por soplos de fuelles 0 de abanicos. Como ocurre siempre, al empuje del ímpetu originario sucedíanle la degeneración y la decadencia, la flaqueza de los epígonos y la hartura de los oyentes o lectores. El sentimiento se convertía en sentimentalismo, la pasión se hinchaba en paroxismo, la elocuencia de los afectos resbalaba en el énfasis retumbante, la alegría se rebajaba en el descaro, la potencia evocativa se reducía al descriptivismo didáctico, el discurso musical acababa en mecánicas y monótonas repeticiones de esquemas.
Siempre los jóvenes artistas admiraban o por lo menos respetaban a los gigantes del pasado, a los genuinos clásicos y a los auténticos románticos, pero se comprende que, como todos los jóvenes sintiéranse molestos o les diera náuseas un arte que, en determinadas direcciones, ya había dado todo lo que podía dar, es decir, obras maestras, y en lo sucesivo amenazaba con encallar en la retórica o en la reminiscencia. Los sentimientos humanos no son infinitos en número, no obstante la riqueza de sus variaciones y matices, y ya habían sido expresados en forma insuperable por los maestros del pasado, desde el siglo XVI hasta fines del siglo XIX. Era menester que la música, para sobrevivir, buscara y hallara nuevos caminos. Era necesario, al parecer de los maestros recién llegados, que no fuera ya un mero vehículo de voluptuosidades sensuales, de ensueños patéticos, de estribillos que se pegan al oído, de deleites populares. Debía reencontrar su esencial naturaleza de libre arquitectura de sonidos, recobrar la dignidad de arte pura, de absoluta, independencia de los elementos pasionales y prácticos extraños a su vocación metafísica.
La revolución que presenciamos tiene, pues, como causa primaria la natural insatisfacción con los modos antiguos, los cuales, tras haber dado obras maravillosas, engendraron saciedad, fastidio, repugnancia, amenazando con corromperse o esterilizarse entre las manos de los herederos no siempre legítimos de los viejos titanes.
Todo arte que quiera renovarse, lo mismo que toda religión, tiene por fuerza que retornar a los orígenes, es decir, a sus primeros elementos. Y el elemento primero de la música, como el de cualquier arte, es su propio lenguaje. Los nuevos músicos, por tanto, se propusieron reconstruir y enriquecer el lenguaje musical, devolverle su virginidad al vocabulario, reformar la sintaxis, y en tal empresa los hubo que se remontaron directamente hasta el alfabeto. Su tarea, fuera de las desviaciones y deformaciones que acompañan a todo movimiento artístico, consistió y consiste en el reencuentro o en la invención de nuevas escalas, de nuevas consonancias y disonancias, en suma, de nuevos medios expresivos, más refinados y complejos que los antiguos. Naturalmente en tal trabajo de búsqueda no podía haber lugar para efusiones de sentimientos. Los ejercicios de léxico y sintaxis no se prestan a los movimientos afectivos. Un vocabulario contiene todas las palabras de los poemas, pero no puede consolar y exaltar como un poema.
Estos nuevos maestros tomaron sobre sí, por consiguiente, una ingrata, aunque quizás necesaria fatiga: la de recrear y acrecer las posibilidades de un nuevo lenguaje musical. Fatiga de la mente, no desahogo del corazón. Pudiera darse que exista en ellos cierta pobreza de humanas pasiones, como en tantos otros artistas de nuestro tiempo. Si las sintieran fuertemente hubieran hallado el modo de expresadas con originalidad hasta con el viejo lenguaje.
Pero puede darse también que sean mártires voluntarios en bien de una futura generación de creadores, a los que les van preparando un idioma más exquisito y puro, más preciso y poderoso, que permita un día traducir con mayor vigor y novedad los sentimientos eternos del alma humana.
La presente disquisición mía no pretende justificar la aridez de los compositores contemporáneos, sino explicada con ánimo equitativo. La música, la música grande, no puede dejar a un lado las humanas pasiones y especialmente el amor, que es su dominio, su reino, su destino. Pero puede haber períodos en que las formas acostumbradas dieron ya todos sus frutos más perfectos y se hace necesario buscar otras que faciliten más abundante y triunfadora floración. Los exploradores de este nuevo lenguaje se sacrifican, porque han de renunciar a los efectos de la deleitación patética; y con ellos se sacrifican los oyentes que no lograrán por cierto divertirse o conmoverse escuchando tales ejercitaciones lingüísticas, o con semejante ascetismo intelectualista de total aridez. Nadie tiene culpa en este doble sacrificio, a no ser el natural fenómeno de agostamiento y consunción de las formas, debido al abuso de lugares comunes por los imitadores, que trae consigo el hastío, injusto, hasta de los gloriosos modelos que imitaron. Así una alta ola de luz y de espuma que se admira mar adentro acaba rota y desmayada en la playa, disgregándose en turbios arroyuelos por la arena.
No les falta razón a los descontentos al no mostrarse en modo alguno satisfechos con el caligrafismo sonoro que nos aparejan los músicos modernísimos. Pero sería injusto condenar a estos solícitos, aunque a veces demasiado orgullosos indagadores e inventores de un lenguaje musical más rico y complejo, que puede llegar a ser mañana más poderosamente expresivo.

Cierto es que no podemos, por ahora, gustar de sus obras y gozar con ellas, si en conjunto dejan asombrados o irritan a los profanos. Pero sí debemos admirar a sus autores, recordando que también en materia de arte "al principio era el verbo" y que este verbo, cuando llega a agotarse y macularse debe retornar a sus fuentes, en el caso al diccionario de los sonidos. Y todo ello, se entiende, con la esperanza y la fe de que en un tiempo futuro -quiera Dios que no tarde- nazca el nuevo Bach o el nuevo Beethoven, el nuevo Bellini o el nuevo Verdi que, nutrido y provisto de la lengua más abundante y atrevida que ellos le forjaron, pueda una vez más estremecer, conmover, exaltar los corazones de las multitudes.