jueves, 10 de abril de 2014

Giovanni Papini

GIOVANNI PAPINI: EL FIN DEL MUNDO

He presenciado el fin del mundo, pero lamento tener que confesar que me ha desengañado un poco, pues no fue aquel trastorno cataclismático que los más instruidos anunciaron. Algo grandioso, en el sentido espectacular, sí, lo he visto, sin embargo; pero en su conjunto el acontecimiento tan esperado se desarrolló en fases regulares, más tranquilas de lo que nunca hubierais imaginado.

Antes de todo, el sol comenzó a hincharse, a dilatarse, y se puso tan grande, más o menos, como el escudo de Aquiles. Luego se fragmentó en millares de partículas que se desparramaron por el firmamento como otras tantas estrellas, apenas distintas de las demás por su color vagamente dorado. La luna, antes de apagarse, giró sobre sí misma y mostró la otra faz, la que nunca habíamos visto, y noté que era absolutamente igual a la que siempre vimos, repartida en manchas oscuras entre cándidos resplandores. No obstante haber desaparecido los dos astros mayores, el del día y el de la noche, yo veía lo mismo lo que estaba ocurriendo ante mí, porque el cielo y la tierra se hallaban rodeados de un fulgor de llama velada, que, pese a su tenuidad, teñía de pálida claridad rojiza a todas las regiones del universo.
La novedad que más me sorprendió fue la desecación de los océanos que se produjo en breve instante, silenciosamente, sin trastornos ni sacudimientos. La inmensa masa de las aguas se desvaneció casi de repente como se seca una piedra humedecida en unos segundos de exposición a los rayos del sol estival. El fondo de los mares era espantosamente hondo e inmundo con la multitud de peces muertos amontonados, peces de toda especie y monstruos nunca vistos y que a duras penas alcanzaba yo a distinguir, pues los deshacía ante mis ojos una rápida putrefacción. Había aquí y allá valles hundidos donde veía pilas de huesos de ahogados y náufragos y unos restos confusos de navíos que desde hace siglos se iban deshaciendo lentamente en aquellos abismos, desde los galeones españoles hasta los submarinos de las últimas guerras.
Lo que acontecía en la tierra me parecía aun más extraño. Todas las plantas, desde las viejas encinas hasta los humildes rastrojos, al parecer se consumían invisiblemente en una combustión sin llamas y poco a poco iban cubriendo el suelo de una capa de finísima ceniza. También los animales perdían en forma misteriosa la envoltura corpórea y quedaban reducidos a los solos huesos, pero los esqueletos permanecían en pie, como los del elephas primigenius o del dinosaurio que se exhibían montados en lustradas tarimas en nuestros museos de paleontología.
Poco a poco, asimismo, las montañas y las colinas se desmenuzaban lentamente en algo semejante a la ceniza, como había ocurrido con las plantas, y no tuve al fin ante mí sino una extensa llanura cubierta de polvo gris, sólo poblada por los esqueletos inmóviles y blancos de los animales descarnados.
Todo cuanto llevo dicho se desarrolló en silencio, en un atónito silencio que recordaba la callada soledad de las galaxias; pero de pronto oí una desencadenada tormenta de ruidos que me estremeció. Aquel desmedido estrépito me despertó y ahora no puedo, por desdicha, narrar la continuación y el final de la catástrofe cósmica que desde hace milenios esperamos y que no ha de repetirse por segunda vez.